Heladera, el monstruo sagrado

Me encontraba en la cocina, rodeado de los restos de una comida familiar, cuando mi mirada se posó en ella. La heladera. Ese gigante blanco que parece observarme con una mezcla de indiferencia y sabiduría. Me acerqué a ella con una mezcla de curiosidad y respeto, como si se tratara de un animal salvaje. Al abrir la puerta, un torrente de frío me golpeó como un puñetazo en el estómago. Pero no era solo el frío lo que me impactaba, era la cantidad de historias que se escondían detrás de cada plato, de cada envase, de cada comida congelada. La heladera es un cementerio de sueños, un mausoleo de recuerdos.

Me sumergí en su interior, como un buzo en aguas profundas, y empecé a sacar cosas. Un tupper con restos de una comida navideña, una pizza congelada y olvidada desde principio de siglo, un envase de helado que parecía contener la esencia misma de la microvida. Cada objeto que sacaba era como una pieza de un rompecabezas, un rompecabezas que intentaba armar en mi cabeza. La heladera es un laberinto de historias, un viaje al corazón de la familia.

Y entonces, de repente, lo entendí. La heladera no es solo un electrodoméstico, es un símbolo de la condición humana. Es un intento de controlar el caos, de mantener la comida fresca en un mundo que parece empeñado en pudrirse. Así que cerré la puerta, me alejé de la heladera y me senté en la mesa de la cocina. Me quedé mirando el gigante blanco, ahora con una mezcla de respeto y admiración. La heladera es un monstruo sagrado, un guardián de los secretos y tradiciones.

Ale Iturri