Buenos Aires Subsuelo - Tussi

Segunda entrega de Bs As Subsuelo, por Brisa de Ciudad 

Hacía ya un tiempo que había llegado a Buenos Aires y estaba ávida de conocer su vida nocturna. No recuerdo cómo llegamos a ese galpón oscuro, con flashes rojos y azules que, con cada parpadeo, parecía desbloquear un nuevo nivel de decadencia. Es el tipo de lugar donde los relojes se derriten y la gente deja de tener nombres. Estaba con Sol, mi amiga de siempre, que esa noche brillaba como si se le hubiera metido el universo entero en las pupilas. Bailábamos, nos reíamos. Y en algún momento, la tussi apareció con su rosa furioso cómo salido de alguna pesadilla de Barbie ¿Querés? me preguntó Sol. Y yo, con la música estallándome en la cabeza, pensé que, claro que sí. 

Dos líneas más tarde, el mundo dejó de tener peso. Todo era luces, pulsos y colores saturados, pero en algún punto me doy cuenta que Sol está  tambaleándose más de la cuenta. Yo también estaba algo ida, pero ver su cara fue como un flash de esos que te arruinan la vista por un rato. Nos vamos apartando, en medio de un mar de cuerpos que siguen bailando como si nada. Ella está aferrada a mi brazo, riéndose como si supiera un chiste que yo no entendía. Y de pronto, empieza a soltar palabras que no tienen sentido, como si estuviera en otro idioma, en otra dimensión. Trato de decirle algo, de sacudirla un poco, pero su risa me descoloca. Su risa siempre me descoloca, pero esta vez parece que viene de un lugar donde yo no puedo llegar. Nos sentamos en el piso, en una esquina, mientras el mundo sigue girando alrededor. Yo estoy ida, pero con algo de sentido común todavía; ella, en cambio, parece haberle entregado el volante a alguien más. Cada tanto, su mirada se enfoca en mí y me suelta alguna palabra, medio atropellada, que no logro descifrar. Es como si las dos estuviéramos en el mismo lugar pero en dimensiones diferentes. Pasamos ahí un rato largo, no sé cuánto. A veces me parece que se va a quedar ahí dormida para siempre, y otras que va a levantarse y ponerse a bailar de nuevo. Pero ni una ni la otra. Sol se queda ahí, en una especie de limbo, hasta que, de repente, empieza a reírse otra vez, una carcajada que retumba y rompe el silencio. Nos miramos y, sin decir nada, las dos estallamos en risas, como si nos hubiéramos encontrado al borde de un precipicio y de pronto alguien nos hubiera empujado de vuelta. 

Cuando salimos del galpón, la calle está desierta, el sol asomando entre las sombras de la madrugada. Nos reímos todavía, con esa risa nerviosa, de quién descubre algo nuevo que no sabe manejar. Caminamos de vuelta a casa, todavía tambaleantes, todavía riéndonos, todavía juntas, ansiosas por saber que nuevo borde nos deparará la próxima vez.