Cualquiera que adore hurgar los lugares más recónditos de la cultura rock podrá pretender sacar chapa con muchas cosas, pero con la música experimental alemana facturada entre fines de los sesenta y mediados de los setenta, la cosa no le va a resultar tan fácil. Porque, para decirlo sin mayores vueltas: aquella es una aventura poco recomendable para quien jamás ha considerado la posibilidad de la existencia de dimensiones paralelas a la del mero rock/pop dotado de unas formas y unas estructuras sujetas a unos límites más o menos elásticos. Esto parece exagerado y elitista, y probablemente lo sea, pero lo cierto es que, de ser cotejadas a un oído no suficientemente entrenado, aún las mejores obras del krautrock pueden inducir a un rechazo inmediato de lo que podría considerarse como puro terrorismo auditivo. Casi estrictamente lo que le pasó a la mayoría de los exponentes en su tierra natal, en sus momentos de plena actividad e inspiración.
Como se sabe, en algún momento de la historia, la arbitraria etiqueta le sirvió a la prensa musical para englobar desde propuestas de rock avant-garde (Amon Düül II, Can, Faust) hasta la dinámica maquinal de conjuntos fascinados con el terreno virgen de la electrónica (Kraftwerk, Tangerine Dream, Conrad Schnitzler). No voy a entrar mucho en detalles al respecto (para eso existe una interesante bibliografía que incluye Krautrocksampler del querido Julian Cope y el indispensable Future Days. Krautrock and the Building of Modern Germany, de David Stubbs), aunque sí es necesario subrayar ciertos aspectos contextuales. Es decir, lo que tiene que ver con una Alemania recuperada en lo económico, pero aún moral y psicológicamente devastada por culpas y resentimientos derivados de la gran tragedia de la que fue protagonista, la Segunda Guerra Mundial.
En este panorama, la juventud teutona de los años hippies se vio ante una especie de hora cero desde la que partir hacia rumbos inexplorados, por una doble vía tanto de ruptura con su linaje cultural, como de radicalización de las tendencias. Happenings, festivales, bohemia, vida en comunas e institutos y colectivos de arte estaban a la orden del día, y de esa ebullición emergieron las nuevas propuestas vinculadas, a veces de pura casualidad, por un mismo afán: la libertad artística absoluta. Abrevar del mejor rock inglés y norteamericano, del pop-art y de las vanguardias, pero para dinamitarlos y construir con los escombros.
Harmonia, pues, surge en 1973 de la unificación de fuerzas entre el dúo electrónico Cluster –Hans-Joachim Roedelius y Dieter Moebius– y Michael Rother, guitarrista y mitad de Neu!, otro legendario dueto que había alcanzado un relativo éxito comercial en Inglaterra y que se encontraba en un hiato. Los primeros navegaban por largas improvisaciones instrumentales sin estructura definida y con fuentes sonoras imposibles de reconocer; sin progresiones, solos ni estribillos, en sus emisiones sónicas apenas había melodías, escondidas y alteradas por un arsenal de osciladores, delays de cinta, phasers y primitivas drum-machines. Neu!, en cambio, daba zancadas entre planicies oceánicas y estallidos de proto-punk furibundo, amén de patentar vía Klaus Dinger, el patrón rítmico motorik. Algo bueno tenía que salir de semejante unión.
Fascinado con la calma bucólica de la propiedad que habían alquilado los Cluster en Forst para trabajar sus paisajes, Rother se instaló con su guitarra y los tres facturaron una de las obras maestras del krautrock, Musik von Harmonia (1974), antes de emprender una serie de conciertos por Alemania ante audiencias que rara vez superaban las cincuenta personas. Live 1974, pues, documenta al trío manipulando sus aparatos en un club de Griessem mientras, según se cuenta, el público charlaba animadamente de sus cosas cotidianas. Si eso ocurre en cualquier concierto pop, sobre todo hoy en día, ¿cómo no iba a ocurrir allí frente a un escenario en el que se insistía con una misma cadencia rítmica durante decenas de minutos y los músicos buceaban por sus paneles a la caza de su mejor sonido?
El registro dista de ser de buena calidad, pero al menos logra capturar a Harmonia improvisando una serie de piezas de belleza abisal – y por momentos perturbadora – de la que se destaca “Veteranissimo” (una extensión del track “Veterano”, de Musik von Harmonia) y “Ueber Ottenstein”, donde la guitarra espacial de Rother se despliega como aurora boreal sobre un mar burbujeante. No hay aplausos ni agradecimientos, y lo mismo daría si estuviesen en Griessem, en el desierto del Sahara o frente al río en Vicente López: la misión de Live 1974 parece ser la de fotografiar a un grupo de gente libre, consciente de que la exploración tenía un precio (el anonimato) y que ni en sus más delirantes sueños imaginaba que algún día caería sobre ellos un torrente de reconocimiento y validación que crearía una demanda de reediciones, rescates y análisis. (Sin ir más lejos, las mismas cintas de este directo permanecieron juntando polvo en la casa de Michael Rother hasta entrada la década de 2000.)
Como ya se insinuó, durante los años 70 el krautrock fue olímpicamente ignorado en Alemania, al menos hasta que, aunque a cuentagotas, cierta gente lúcida de los centros rockeros comenzara a reivindicarlos como influencia mayor. El caso más notorio, y perpetrado en tiempo real, fue el de Brian Eno, quien llevaría el arte de la manipulación del sonido a extremos marcianos primero en Roxy Music y luego en su carrera solista, amén de sus colaboraciones con Cluster o mismo con Harmonia. Un caso más conocido es el de David Bowie, a expensas de Eno, pero los rescatistas se pueden citar a paladas: Suicide, Cabaret Voltaire, P.I.L., The Fall, Sonic Youth, Stereolab, Aphex Twin, y un largo etcétera.
Llegado a este punto uno se puede preguntar qué objeto tiene ir a buscar, en pleno siglo XXI, esa música ya añosa, extraña, disruptiva, subterránea, muchas veces facturada de forma casera. Y justamente tal vez de eso se trate: de tapar por un rato a fuerza de ruido, minimalismo, búsqueda e intuición, el imbécil bombardeo de estímulos de esta lamentable era del lenguaje publicitario, post-industrial, post-fordista, post-verdad... post-todo. Es el soundtrack perfecto para esta distopía de los días futuros. Cuesta entrarle, cuesta digerirlo, cuesta acostumbrar el oído, no es fácil y ni siquiera sé si es recomendable, pero créanme: se aprende más de un minuto de Can que de cinco años en Twitter.
Discos relacionados:
Harmonia – Deluxe (1975)
Cluster & Eno – Cluster & Eno (1977)
Moebius & Plank – Rastakraut Pasta (1980)