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A más de un siglo de su nacimiento y más de sesenta años de su muerte, Édith Piaf continúa provocando escalofríos en todo el globo, no solo en virtud de un vozarrón indescriptible que cada día la hace cantar mejor, sino también por la asociación de sus dotes vocales con una dramática historia de vida que la llevara de la pobreza absoluta al estrellato mundial, con toda la opulencia, los excesos y los inconvenientes que ello suele implicar.

Édith Giovanna Gassion, hija de una cancionista ambulante, nació en plena calle el 15 de diciembre de 1915, en Paris, y desde esa primera madrugada tuvo que enfrentar los aspectos más horribles de la vida carenciada, como el abandono, el nomadismo y la falta total de perspectivas. Sin embargo, aunque a los golpes, cada uno de esos capítulos fue apuntalando a la futura estrella al punto que es imposible hacerse un cuadro de su brillante carrera sin anclar en los recorridos errantes junto a su padre acróbata, en su estancia en el burdel que regenteaba su abuela materna –donde le enseñaron a vocalizar– o, ya jovencita, en las actuaciones callejeras que llamaron la atención de gente con poder en el ambiente del espectáculo.

De la mano de un registro potente y un histrionismo desfachatado, más un nutrido repertorio de pura tradición de cabaret, en unos pocos años el ascenso de Piaf a las grandes ligas cosechó el reconocimiento de parte de colegas estelares como Marlene Dietrich, además de un resonante éxito en los Estados Unidos y el resto del mundo. Sin embargo, era sabido que en su camino a la gloria la pequeña Edith iba dejando pedazos de su salud, que se deterioraba cada vez más en función de malos hábitos y accidentes, al punto que, para fines de 1960 y con solo 45 años, nadie creía que cumpliría con los compromisos pautados para la época de Navidad en el teatro Olympia de Paris; de hecho, en esas jornadas un público expectante colmó la sala bajo la creencia de que el Gorrión moriría ahí mismo en sus narices.

Naturalmente eso no ocurrió, e inclusive las funciones desplegaron una belleza imbatible habida cuenta de su delicado estado psicofísico y del interrogante de si aquellas presentaciones serían las últimas (no lo fueron). Así, las canciones registradas que llegaron a este álbum en vivo aparecido al año siguiente, capturan a una audiencia extasiada ante una Piaf que ofrenda lo mejor de sí dentro de sus limitadas posibilidades, lo que convierte a esta obra en un documento de valor inapreciable.

Allí la cantante resplandece tanto en las melodías vivaces de Les flonsflons du bal y Mon vieux Lucien (con falso comienzo incluido) como en las melancólicas Mon Dieu” La belle histoire d’amour, mientras la orquesta de Jacques Lesage insiste a su lado a la manera de una inquebrantable maquinaria de music-hall. Sin embargo, y aunque todo eso ya pagara el precio de la entrada, el recorrido de la púa por los surcos debe esperar al clásico absoluto Non, je ne regrette rien” para escuchar a Piaf proclamar sus principios como quien sabe que el tiempo se agota. “No, no me arrepiento de nada. Ni del bien que me hicieron, ni del mal: ¡todo eso me da igual!”, dice la artista en el single editado originalmente 1959, y de ahí a la eternidad había un solo paso.

Su vida finalmente se apagó en 1963, empero, seis décadas después sus canciones no solo acumulan una cantidad abrumadora de reproducciones en plataformas, sino que varios de sus discos y recopilaciones (incluso esta) fueron sumados al boom de reediciones y lanzados en vinilos de 180 gramos, lo que habla de una nueva demanda de un público ávido por revivir por unos instantes a las más grandes personalidades del problemático y febril siglo XX, como la Môme Piaf.

Centrofovar

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